Donald Trump. El consumo de la palabra

Publicado el 10 Nov, 2016

Por Natalia Romé

Los resultados electorales que colocaron al multimillonario Donald Trump en la Casa Blanca, despiertan y seguirán haciéndolo durante un largo tiempo, innumerables elucubraciones sobre sus posibles causas e impactos. Ya se amontonan conjeturas sobre sus planes para América Latina, sobre la competencia comercial con China, sobre la carrera armamentista que hundió a Medio Oriente, África o el sur de Europa en un desastre de seres sin patria y por lo tanto, sin derechos.

El espanto y la perplejidad ante el hecho de que los ciudadanos norteamericanos hayan optado por un discurso racista, apologético de las peores violencias y brutalmente conservador, se alterna con la desapasionada consideración de las diferencias poco alentadoras que hubiera significado un gobierno de Hillary Clinton.

Lo cierto, mal que nos pese, es que no está claro qué puede significar el triunfo de Trump. Y no lo sabemos porque hace tiempo que los “discursos políticos” han dejado de serlo.

Tal vez deberíamos tomar más en serio una idea que vienen anunciando unos pocos intelectuales: lo más significativo del neoliberalismo no es tanto la negación de la conflictividad política, sino su reconducción hacia formas extremas de violencia que conectan la experiencia prepolítica del terror, del absoluto desamparo, de la amenaza de disolución. La violencia social que la sociedad típicamente disciplinaria de los siglos XIX y XX había sabido administrar en un dispositivo estatal que tenía como pilar la ficción necesaria de la universalidad de los derechos resulta hoy, por lo menos, una sábana corta.

La impostura artificiosa de la universalidad humanista, típicamente moderna, no resulta difícil de evidenciar, alcanza con listar sus excepciones y puntos ciegos o  las violencias materiales y simbólicas que supo alojar. Ahora bien, esa universalidad jurídica, incluso formal si se quiere, estuvo atravesada y sostenida por su propia imposibilidad, y su ficción dio lugar también a un juego contradictorio entre las imágenes de libertad, igualdad y propiedad. La condición aporética de la ideología del estado moderno permitió en gran medida instrumentar y justificar, en nombre de la igualdad ante la ley, las diversas formas de explotación económica, dominación política e injusticia; pero también funcionó, paradojalmente, como impulso de diversos movimientos emancipadores y pasiones igualitarias. En nombre de la sacrosanta propiedad asistimos durante el siglo XX a las vulneraciones más crueles del derecho a la vida, a la salud, a la libertad. Simultáneamente, en nombre de la igualdad y la libertad (que la categoría de propiedad repele pero requiere) se han desplegado los más interesantes procesos de justicia social, de ampliación democrática, de tendencia emancipadora.

Acaso sea ese dispositivo el que hoy muestra los síntomas de su decadencia. No podemos ponderar con seriedad, todavía, qué consecuencias tendrá el triunfo de Trump para Estados Unidos, para la región o para el planeta. Lo que sí parece a esta altura bastante claro es lo que este resultado electoral sintomatiza, y es el hecho de que desde hace ya tiempo, el capitalismo global ha dejado de necesitar a la democracia, incluso en su dispositivo formal, o su universalidad ideológica. Esto dista de ser una buena noticia, porque no es nombre de la reparación de las injusticias que se produce este debilitamiento de las formas modernas de estatalidad, ni es en nombre de la igualdad que se produce una crisis del sistema representativo. Lo que se manifiesta, de modo cada vez más feroz, es el debilitamiento del deseo de comunidad, la experiencia de nuestra condición humana como experiencia inevitablemente gregaria, la perseverancia en la convivencia en disenso.

No sabemos qué cosa será el gobierno republicano de Trump y no lo sabemos porque la crisis de representación en ciernes no alcanza solamente a un dispositivo de gobierno, no es la crisis de un sistema determinado de partidos, ni una crisis de las formas de contacto (o de distancia) entre representantes y representados. No es tampoco una crisis estética, que incumba solamente a los modos de los discursos políticos, sus ámbitos de circulación o las metodologías de su diseño. Se trata de todo eso junto y de algo más, es una crisis de representación que apunta al doble sentido de ese término ambivalente, crisis de representación política, crisis de su dispositivo teatral (de sus máscaras, sus personajes y sus actores) pero crisis de representación también como crisis de la palabra misma, de la relación siempre política entre lo que la palabra promete y lo que enuncia.

No sabemos lo que hará Trump, sencillamente, porque los discursos políticos han dejado de ser políticos en su sentido más básico: han dejados de ser actos performativos de compromiso de un sujeto colectivo, han dejado de ser la práctica real de composición y perduración conflictual de un nosotros. Han dejado de ser apuestas a la heterogeneidad, esfuerzos de traducción en la disidencia. Y esto es así porque –tendencialmente y sólo tendencialmente- han empobrecido nuestras formas singulares de desear un porvenir, nuestra persistencia en las ilusiones compartidas de un horizonte diferente, pero común.

Nos hemos acostumbrado a que grandísimas porciones de la discursividad política queden capturadas en la lógica de su eficacia espectacular, estadística o publicitaria. A nadie se le ocurre hoy pedir a un gobernante que rinda cuentas por su palabra empeñada, sencillamente, porque nadie empeña su palabra. No hace falta hacerlo, no hace falta engaño ni ocultamiento, porque nadie espera un ápice de verdad, ni objetiva ni subjetiva, de la palabra pública. Los electorados, convertidos en audiencias homogéneas y autistas, sólo parecen exigir emociones intensas, experiencia de éxito y goce.

La verdad moderna no es una verdad inmediata, aunque se proponga serlo; es una verdad mediada, opaca, un artificio representacional que apunta tanto a la universalidad como a la parte. Lo propio de la palabra que aspira siempre a la verdad, es traicionar la verdad siempre en algún punto, porque no puede tocar directamente las cosas. Toda la riqueza del espacio público, la potencia y las paradojas de la modernidad, podrían concebirse en esa complejidad de la palabra que nunca accede pero no deja de apuntar a la verdad, como acto de saber o de justicia.

Donald Trump parece poner en escena –no de modo inédito ni suscitando tanta sorpresa- que algo del neoliberalismo, de su modo de cifrar los sentidos comunes, las experiencias sociales y subjetivas, tiene que ver con una crisis de la formula representacional de la palabra. No sólo con una crisis “epistémica” de la modernidad, sino con un empobrecimiento de los modos del deseo. Pareciera que hoy lo verdadero, lo posible o lo deseado, quedan capturados por unas formas de goce inmediato de la palabra, de consumo pulsional de sus violencias, de sus desparpajos. La pura risa, el puro odio, el puro pánico, el puro éxtasis. Una palabra des-esperada (sin espera, es decir, sin memoria ni esperanza) para un mundo que no puede imaginarse sobreviviendo al capitalismo.

En los últimos meses, Trump no ha parado de hablar, de balbucear, de gritar incluso. En el fárrago de su discursividad continua, no asoma ni media verdad, ni siquiera la ilusión de ella. Nadie se lo ha pedido, nadie lo espera. El consumo del personaje puede hacerse sin esfuerzo de traducción. Primacía del goce como repetición, como pulsión de muerte.

La traducción (o el deseo de ella, el deseo del entendimiento que pugna en toda confrontación y en todo conflicto) es lo propiamente democrático de la palabra política, es su condición comunitaria y la ilusión de trascender las diferencias, al tiempo de asumirlas como la riqueza misma de lo social. La lógica igualitaria de una política emancipadora es siempre heterológica: apunta al otro, en su irreductibilidad y con ello, es también hospitalaria, porque asumiendo la alteridad constitutiva de la convivencia, no deja de desear la comunicación de los mundos irreconciliables o de imaginar un futuro en común.

No existe tal cosa en el balbuceo espectacular, desmesurado y gozoso de la violencia explícita. Pero esto se debe menos a los temas efectivamente racistas de ese discurso, que al modo mismo en que éste funciona en el espacio público y a lo que se espera de él. En ese punto, el problema no es que entre Trump o Clinton haya o no diferencias. El problema más grave es que cada vez a menos gente le importa.

Una larga letanía de conjeturas, más o menos bien pensantes, se interrogarán estos días acerca de la derechización de los sectores populares, de la insatisfacción de las clases medias, de las crisis de los partidos o incluso del ADN xenófobo de tal o cual sector. Antes de apurar las lecturas, debemos interrogarnos qué dice esta noticia del espacio público que habitamos, qué expone de lo que constituye la unidad mínima de su tecnología: no las redes, o las pantallas, no el marketing político o el cinismo de las campañas, sino la simple y vieja palabra.