La biblioteca y el televisor

Publicado el 20 Abr, 2016

Por Natalia Romé

La brutalidad con la que el gobierno de Mauricio Macri viene implementando una planificada destrucción de políticas públicas, se encuentra a la vista. Los miles de despidos de empleados estatales y las amenazas oficiales de su inminente incremento, responden no sólo a una estrategia de enfriamiento de la economía, sino al objetivo de una profunda reforma del estado, tanto en su concepción, como en las funciones que se le atribuyen. No se trata de un mero “achicamiento” (como tampoco lo fue los años noventa), se trata en cambio de un giro sustantivo en su rol y en el modo de concebir su interfaz con la vida social. Para decirlo brevemente, lo que está bajo amenaza es el espacio público, su riqueza, sus memorias y su capacidad creativa.

Para comprender la delicadeza de lo que se encuentra en juego, es imprescindible abandonar la perspectiva juridicista que distingue dominio público y dominio privado, recordando que esta dicotomía se asienta en una operación básica de homologación entre lo social y el mercado. Frente a ella, cabe preguntarse si acaso no habrá zonas, aspectos, dimensiones del lazo social que se resisten a modelarse conforme a las lógicas del cálculo, de la productividad, de la acumulación. Poner en discusión el esquema público/privado permite también dudar de otra homologación que el pensamiento del siglo XX tendió a cristalizar (incluso en el pensamiento de izquierda): la identificación entre lo público y la dominación. La igualación lisa y llana entre estado y poder conduce a una demasiado rápida asunción del problema de la dominación que, apuntando todos los cañones de la crítica hacia el estado, deja intacto al mercado y desestima su capacidad para dar forma al lazo social.

Si, al menos como conjetura provisoria, nos sumergimos en una interrogación de lo público que no se identifique tan rápidamente con la voluntad de dominación, tomamos perspectiva de una zona de la vida común que no se ajusta ni directamente a los aparatos e instituciones del estado (incluso entendidos de modo amplio, es decir, incluyendo no solamente a los dispositivos jurídico-políticos sino a las diversas lógicas de ordenamiento y administración de la vida), ni tampoco a una emanación de lo privado –en la que lo público aparecería como una pantalla en la que se proyectan intereses particulares.

Espacio público resulta ser, así, el nombre de un permanente e inevitable desajuste entre estado y sociedad; una zona cuya existencia, siempre conflictiva y heterogénea, desborda todo esfuerzo de normalización, toda lógica administrativa o jurídica de ordenamiento –provenga de institutos estatales o de poderes fácticos-. El espacio público es el ámbito en el que las fuerzas sociales se componen en colectivos, se dan una configuración más que individual e imaginan lo que no existe. En ese espacio difuso se juega una dinámica tensa y productiva entre las formas políticas de la dominación y la emancipación, como lógicas en permanente pugna. Pero esas tendencias nada tienen que ver con una dicotomía simplona entre autonomía y heteronomía, no se trata de pensar que toda forma de organización colectiva es inmediatamente agencia de dominación, ni que la creatividad habita natural y espontáneamente en unos individuos incontaminados. Esa forma de ver la cuestión reproduce los esquemas más clásicos de la ideología neoliberal, aquella que identifica toda forma de aspiración a lo común como tendencia totalitaria y toda capacidad poiética al ejercicio individual de virtudes y talentos que no se presentan jamás como resultado de una historia, ni muestran la desigualdad sobre la que se asientan. Librada la categoría de espacio público de toda subsunción precipitada y prejuiciosa en el universo semántico de la dominación, o el disciplinamiento, se abre a la consideración positiva de su función. La condición de lo público apunta al modo que tiene la sociedad de pensarse a sí misma, de experimentarse conforme a ciertas formas, de imaginarse e interpretarse. El espacio público es la dimensión reflexiva de la vida social, el espacio en el que toman forma y circulan nombres y demarcaciones, valores, representaciones e imágenes pero también afectos, anhelos y temores. Esa zona es necesariamente un lugar de encuentro en el disenso, un tejido heterogéneo y sobreabundante que se nutre de la vida cultural, de sus tramas afectivas y memorias sedimentadas; es ella la que presta su materia a la configuración de la acción colectiva y por lo tanto, a la política. A nadie escapa que se trata de un campo constitutivamente atravesado por desigualdades, contradicciones y conflictos. Tampoco puede obviarse el complejo sistema de dispositivos técnicos que modelan ese espacio, configurando los regímenes de visibilidad y las gramáticas más o menos laxas que organizan los reconocimientos sociales, las formas de nuestros decires, sus temas y estilos de enunciación.

 

La Biblioteca Nacional y la Televisión Pública

 

Entre las medidas más violentas y absurdas tomadas por el actual gobierno nacional, dos resultan particularmente significativas: la vertiginosidad y magnitud del desmantelamiento de la programación de la TV Pública y de los programas y actividades de la Biblioteca Nacional (donde, a la fecha, se cuentan los desempleados en un 25% de su planta). Desde luego, no son los únicos ámbitos en riesgo ni aquellos cuya urgencia parezca merecer prioridad. Cabe, sin embargo, preguntarse por qué habrían de ser estos espacios objeto de una tan vertiginosa y fuerte intervención.

Para pensar esta cuestión en perspectiva, no hace falta atender a las iniciativas o a los perfiles específicos desarrollados por estos organismos durante los últimos años. Lo verdaderamente significativo es su funcionamiento combinado, la mutua contaminación de sus lógicas y lo que ello supone, en términos de una concepción del espacio público. No nos referimos tanto a una cierta “política cultural”, sino a una forja de lo público mismo como resultado de un proceso histórico y cultural de pensamiento colectivo; de exploración de la cultura nacional, sus experiencias visibles e invisibles, las memorias más perennes y las más débiles. Sus intelectuales y artistas consagrados, pero también sus otros rincones: las jergas, las narrativas populares, la tradición oral y la imaginería popular, desde la gastronomía hasta la historieta. La creación de un increíble Archivo Histórico de material audiovisual de 200.000 registros; la publicación de una importante porción del pensamiento nacional (Colecciones enteras de revistas como Tiempos modernos, Pasado y Presente; Contorno); obras agotadas o inéditas (de Roberto Carri, León Rozitchner, Horacio Salgán, Lugones, Yunque, etc), ciclos televisivos sobre Borges, Arlt, sobre la novela o pintura nacional; un Museo del Libro y de la Lengua. En síntesis, una pluralidad de producciones audiovisuales y literarias que trabajan nuestro tiempo: entre la conjugación heterogénea de las memorias y la invención de mundos futuros o posibles.

Un singular espacio público tejido entre la biblioteca y el televisor, volcados a la escucha de sedimentos heterogéneos (y contradictorios) de la experiencia de un pueblo, da cuenta de un modo muy singular de concebir y practicar la vida en común. Un modo sensible a la riqueza y complejidad de la atmósfera cultural, pero también un modo que asume la politicidad inherente a ese territorio y no es, por lo tanto, indiferente a las desigualdades ni a las jerarquías que han cifrado los lugares, las trayectorias y la visibilidad de las voces, los temas, las estéticas. Que no teme reconocer la violencia ejercida en la cristalización histórica de la cultura oficial, pero tampoco se desentiende de los efectos brutales de una homogeneización comercial, globalizada y concentrada. Pero, en este sentido, algo más: la Biblioteca Nacional y la Televisión Pública han sabido aprovechar sus características técnicas de comunicación masiva para producir una soberanía cultural en un espacio tendencialmente cribado por la comunicación punto a punto,  personalizada y diseñada para ser consumida como experiencia individual; pero cuya producción de contenidos y administración de flujos es innegablemente transnacional y altamente concentrada.

La biblioteca y el televisor, juntos, forman un ícono de un modo de pensar el espacio público profundamente político y soberano, abierto a una diversidad de voces, atento contra las desigualdades y las lógicas de homogeneización  o empobrecimiento de lo común. Un espacio de individuos libres en un pueblo libre. Es ese el objeto de violencia de la intervención y es eso lo que está en juego.

 

Pluralismo neoliberal en la tierra arrasada

 

La ideología neoliberal hace del “pluralismo” uno de sus principales dogmas. No hace falta entrar en la discusión filosófica acerca de cuánto conserva el neoliberalismo de aquellos pensamientos liberales como el de B. Constant, o republicanos como el de N. Maquiavelo que en modo alguno imaginaban un espacio público sin conflicto o disenso. Alcanza con advertir que es, por lo menos, ingenuo suponer que los dispositivos mediáticos y telecomunicacionales contemporáneos no funcionan configurando y reconfigurando esa abstracción inasible denominada “opinión pública”.

El desafío, entonces, es pensar qué tipo de dispositivos u artefactos sostienen la ideología neoliberal de un espacio público depurado de conflictividad, y en relación con ello, el problema no es tanto el establecimiento de agenda (el problema de lo que se visibiliza y lo que se deja afuera de la visibilidad publica), sino el problema de bajo qué formas se presenta lo que se ve. En este sentido, el sondeo de opinión es hoy el artefacto más eficaz en la supresión de la dimensión política de la palabra pública.

El sondeo produce una “opinión pública” homogeneizada, libre de ruido o disenso, procesada matemáticamente. Nada más lejos de la experiencia creativa que la respuesta a un formulario cerrado, nada más alejado de la palabra política que la repetición de expresiones y pareceres previamente sondeados. La opinión pública evita el conflicto y desagrega todas las formas de composición colectiva de la palabra. Se recoge individualmente y se distribuye entre individuos.

El pluralismo neoliberal reduce al mínimo la capacidad de invención social porque en nombre de la “creatividad y los talentos individuales” produce la mera administración de lo dado y de sus mundos consagrados. El sujeto de este pluralismo de la opinión pública es “la gente”. La gente es una identidad atomizada pero sin historia ni marcas que den cuenta de tránsitos culturales, de formas de inscribirse en la vida social. Se trata de una identidad ampliada, expandida, que no encuentra adversario ni antagonista porque cubre todo el espacio. Es homogénea porque no tiene exterior: la gente somos todos y ninguno. Es, por lo tanto, una identidad totalizante que no admite un “otro”. El pluralismo neoliberal de la gente carece de conflicto porque carece de identidades reales, históricas; vuelve imposible a la política en la misma medida en que anula el tiempo. “La gente” vive en el más absoluto presente, no tiene memoria. Y sin espera o imaginación de futuro, la política no existe. El pluralismo neoliberal es absolutamente estéril. O peor, es una intervención que apunta a reducir al mínimo posible el espacio público para que la creatividad sea apropiada, privatizada y filtrada por una lógica de la mercancía y el cálculo; de la amnesia y la administración. Ese pluralismo, que florece de opiniones y competencias individuales no puede explicar de dónde cree que ellas emergen. Su ideología necesita imaginar un terreno virgen, pero en la historia real de una sociedad, esto sólo es posible mediante la violenta producción de una tierra arrasada. Ese pluralismo vive de la prohibición de la política y de la memoria.

La biblioteca y el televisor testimonian que el espacio público puede ser otra cosa: el encuentro, en lo común, de modos singulares de desear el porvenir.