La defensa de una universidad democrática

Publicado el 23 Jun, 2016

Por Martín Unzué

En las últimas semanas las universidades nacionales han logrado una mayor presencia de la habitual en los medios de comunicación. Lamentablemente no fue por los motivos que serían más deseables, sino por un importante conflicto de aparentes aristas económico-presupuestarias.

La actitud del Ministerio de Educación durante las paritarias de los docentes universitarios y pre-universitarios (con reiteradas ausencias, dilaciones innecesarias y ofertas del 15%), se sumaron al reclamo del personal administrativo en el mismo sentido. La situación se agravó fuertemente con la incertidumbre respecto a los fondos para cubrir los gastos de funcionamiento más elementales, en particular luego de los significativos incrementos en las tarifas de los servicios públicos (las universidades también son usuarias de luz, gas, agua…) que amenazaron con el colapso institucional. Todo esto sin empezar a hablar de otros gastos igual de relevantes, pues las universidades no sólo enseñan, sino también investigan y hacen tareas de extensión con formatos muy diversos, y los presupuestos para esos rubros se encuentran congelados frente a la importante inflación del último semestre.

El estado de alerta de la comunidad universitaria, expresado en huelgas y diversas formas de protestas como clases abiertas y particularmente la masiva manifestación del 12 de mayo al propio Ministerio de Educación, reuniendo a todos los gremios del sector, no tiene antecedentes recientes. Mucho se ha dicho sobre ese precedente de la protesta universitaria ante los recortes impulsados por el entonces ministro de economía de la Alianza en 2001, que concluyeron con su renuncia. Pareciera que un fantasma sostiene, desde el más allá, que si la universidad se moviliza es que el tema tiene una gravedad significativa.

Pero hay que notar varias cosas: el sistema universitario hoy, quince años después de ese gran colapso nacional que fue el 2001, es sin dudas fuertemente diferente. Estas protestas que hemos presenciado, se producen desde una nueva realidad que excede la cuestión salarial y que da cuenta de una situación más amplia. La universidad argentina ha arribado a un nuevo piso (en términos de derecho a la educación, investigación de calidad, condiciones de infraestructura básicas) que las diversas comunidades universitarias no parecen muy dispuestas a ceder.

En una década y media han cambiado muchas cosas. La primera de ellas, tal vez la más remarcable, es que ha aumentado notablemente el número de universidades.Es un fenómeno que también hemos podido ver en otros países de la región que han emprendido procesos inclusivos como Brasil. La tantas veces defendida “democratización de la universidad” se ha expresado en esa ampliación que permite, como nunca antes, la incorporación de nuevos estudiantes a los últimos peldaños del derecho a la educación.

Hoy tenemos en Argentina 55 universidades nacionales, de las cuales 19 se han creado desde el 2001 a la fecha. En su mayoría estas últimas están en un proceso inicial, de consolidación parcial como instituciones, pero muchas ya han logrado incorporar a porciones importantes de una población poco acostumbrada a llegar a esa cima del sistema educativo.

A muchos de esos estudiantes se los suele identificar como “primera generación de universitarios”. No tienen en sus familias a padres, tíos, hermanos que hayan llegado a completar estudios en este nivel. Aquí la novedad: la tradición relativamente abierta de la universidad argentina que al menos desde el retorno a la democracia ha significado el fin de los exámenes de ingreso, los cupos y los aranceles en la mayor parte del sistema, se ha profundizado desde el 2001, con la apertura de universidades más cercanas, geográficamente pero también en otro sentido, más pensadas para recibir a nuevos estudiantes que hagan valer su derecho a la educación superior. Para ello despliegan nuevas estructuras de recepción y acompañamiento, que contemplan programas niveladores, tutorías, ayudas económicas y otras formas de seguimiento.

Esto también significa que las universidades públicas argentinas tienen hoy 250.000 estudiantes más que en 2001 y que casi 1,5 millones (y no es correcto decir “jóvenes” porque el derecho a la universidad es para todos de todas las edades, condiciones y orígenes) estudian en sus aulas.

A eso se le debe agregar, también como un saldo novedoso, el fuerte proceso de creación de escuelas medias dependientes de universidades, que ha buscado intervenir en la formación pre-universitaria, facilitando posteriormente esa transición que se presenta compleja. Por ello hablar de las universidades hoy también es pensar en esos miles de estudiantes secundarios.

Hay una tercera gran transformación que caracteriza a esta cambiada universidad: el renovado esfuerzo por producir conocimiento en todas las ramas del conocimiento. En ese terreno la aparición de nuevas carreras y los diversos programas de becas de grado y posgrado, las primeras para fomentar carreras percibidas como prioritarias, las segundas para ayudar a la formación de investigadores (la disponibilidad de estas becas se ha incrementado un 500% en este mismo tiempo) marcan de otro modo la expansión y el fortalecimiento de las funciones de universidad.

En todos los casos la universidad actual ha expandido los sentidos de la idea de su democratización, ya no restringida a una mera cuestión de sus formas internas de gobierno, sino ampliada en el sentido de la democratización del acceso a sus aulas y sus laboratorios, abriéndolos, con un criterio inclusivo y no exclusivamente orientado por estándares cuantitativos de productividad.

Esos son los pisos que ha alcanzado la universidad argentina, que se ubica a la vanguardia de la región por su cobertura y calidad.

Las manifestaciones y protestas que venimos viendo en las últimas semanas están defendiendo esos rumbos que se encuentran hoy visiblemente amenazados.