Los tres tiempos de la unidad

Publicado el 23 Mar, 2017

Avanza el 2017 y el gobierno de Mauricio Macri se enreda en el juego del ensayo y el error, desparramando medidas que revelan la ausencia absoluta de un plan de gobierno. Lo único que tiene el gobierno de Cambiemos es un plan de negocios. Para peor, no se trata de uno sino de varios planes, incluso contrapuestos; cada uno a la medida de los compromisos asumidos con los sectores más concentrados de la economía transnacional que integran, mediante representantes directos, la fuerza de gobierno. El único vector que parece unificar el mosaico de las decisiones es la convicción de ejecutar una transferencia feroz de recursos, desde los sectores medios y populares a los más poderosos. Analistas económicos locales e internacionales coinciden en el fracaso rotundo de la gestión económica, política y social. Sin embargo, algún mérito ha de reconocérsele: en poco más de un año, el gobierno ha logrado correr violentamente hacia la derecha el eje de la agenda pública. Resulta prácticamente inexistente la discusión sobre la matriz de crecimiento, el desarrollo industrial o las prioridades sociales en un esquema de distribución. La inflación pasó de ser un mal que el gobierno venía a resolver de inmediato a una especie de enfermedad crónica de la que es culpable el paciente. Mauricio Macri ha cumplido con al menos una de sus promesas de campaña: Argentina se incorpora al mundo. Lamentablemente se incorpora de un modo servil y dependiente (sobre todo del fluctuante mercado internacional de commodities), renunciando a su soberanía económica y política, a la creación de valor agregado y al desarrollo científico y tecnológico. Así, debilitado, sin socios regionales con quienes desplegar una estrategia de apoyo mutuo y sin un plan de desarrollo nacional orientado a mejorar la vida de sus ciudadanos, el país queda expuesto y vulnerable a los avatares del escenario internacional de retracción del comercio, la caída del precio de commodities y la desaceleración del crecimiento de China.

En este marco y fiel al odio de clase, el gobierno ha decidido endurecer su rostro frente a la protesta social despreciando toda acción y organización política y sindical. La exclusiva estrategia de acusar de “kirchneristas” a cualquier sector social o espacio político que manifieste su descontento, no sólo corre el riesgo de la ceguera ante demandas genuinas, sino que incurre en la violencia de negar la identidad de quienes se manifiestan. El slogan inverosímil de “unir a los argentinos” cae en pedazos, devorado por la fobia a las masas, el desprecio de los sectores populares y la desconfianza frente a cualquier práctica política. Antes que unir, el gobierno juega a polarizar y apuesta a que esa polarización se lleve puesta incluso toda iniciativa de liderazgo peronista.

La situación es delicada y debe ser analizada con cuidado, porque la combinación del deterioro de las condiciones de vida en las barriadas populares, la masividad y heterogeneidad de las movilizaciones desplegadas los días 6, 7 y 8 de marzo, la multiplicación de los frentes de lucha contra la política económica y la incapacidad demostrada por la conducción de la CGT para representar al conjunto de las demandas sociales, resulta un coctel altamente conflictivo. Se vuelve ya inexplicable que, a más de un año de las primeras medidas antipopulares del actual gobierno, varios de quienes se proponen conducir políticamente a amplios sectores sociales y de trabajadores muestren tanta torpeza, miopía para percibir la justeza de los reclamos, la temperatura del descontento y el agotamiento de la paciencia de los sectores populares.

La solución sólo puede ser política. Mientras el gobierno no logra construir hegemonía real que trascienda la cooptación discursiva de un grupo de formadores de opinión mediática y opinadores a sueldo, su única jugada parece ser incidir en la interna del peronismo. Lo cierto es que, en la calle, crece el rechazo popular a las políticas de ajuste implementadas y a los negocios de la corporación gobernante, mientras la alianza Cambiemos se entrena en la sordera y la necedad.

Así las cosas, el escenario electoral se muestra más que complicado para la alianza en el gobierno. Su apuesta obstinada a la polarización para seguir sacándole el jugo a una ecuación que funcionó en 2015, se apoya en el prejuicio de clase y la insensibilidad política. Sólo eso explica la confianza excesiva del macrismo en que los enojos por los desaciertos de los últimos años kirchneristas no virarán en su contra después de un año de destrucción del poder adquisitivo de los sectores populares, la inflación desatada, la destrucción de pymes y fuentes de trabajo, los escándalos de corrupción -no ya individual sino estructural- la represión y persecución de opositores.

El balance del agitado mes de marzo exige, que de una vez por todas, se ponga en marcha la vocación de unidad del campo popular que, una vez más, está llamado a liderar el peronismo, con sentido fraternal y generosidad, como lo ha sido en los mejores momentos de la historia del movimiento. Desde luego, este proceso no puede obviar las necesarias discusiones internas y la apertura de un proceso que apunte en el mediano plazo a la consolidación de un programa de gobierno para el 2019. Ninguna especulación, puede sin embargo, hacer perder de vista el objetivo más urgente: la unidad con vistas a un triunfo electoral en octubre próximo es el único camino capaz de cimentar la factibilidad de la posterior construcción. Y hasta el día de hoy lo cierto es que mientras que el espacio liderado por Sergio Massa parece estrecharse, la figura y el liderazgo de Cristina Fernández de Kirchner emerge como el único capaz de representar un proyecto político de masas y claramente opositor al programa de ajuste del gobierno.

La construcción de la unidad del peronismo deberá encontrar con sensibilidad e inteligencia política el modo de articular tres tiempos políticos, cada uno de los cuales señala una línea de trabajo. El primero tiene que ver con el desafío de recuperar la representación del proceso social y político que lo tuvo como protagonista durante la última década, un proceso de implementación de políticas públicas en favor del pueblo, su soberanía, la ampliación democrática y la justicia social. El peronismo debe defender la memoria de las recientes conquistas sociales y políticas, saberse protagonista de ese proceso que no fue exclusivo de nuestro país, sino la consagración de una soberanía nacional en el marco de consolidación de una identidad latinoamericana emancipadora e igualitaria.

El segundo, atento al futuro, debe apuntar a implementar un necesario proceso de renovación dirigencial, con reconocimiento de las bases. Ese es el único camino para evitar que toda conquista social obtenida con esfuerzo militante y tenacidad política resulte frágil ante los embates de los poderes concentrados que disponen de innumerables mecanismos de oradación de la voluntad popular.

Y el tercero, más urgente, la construcción de una unidad de acción en un presente de lucha. Es imprescindible abrir los oídos y advertir que una interna en la Provincia de Buenos Aires parece más una necesidad de los dirigentes que un reclamo social de las bases.

Nuestro pueblo quiere unidad y un instrumento efectivo de lucha política. No podemos dejarlo solo.